Era el final de curso, y al salir del colegio de los jesuitas tres medallas de mierda tintineaban en el saco de mi uniforme.
Mi padre ¡el pobre!, se sentía orgulloso.
Le ordenó al chofer de alquiler que nos condujera hacia la casa de un viejo farmaceútico, que había sido su jefe en los años de su juventud.
Mi padre, repito, se sentía orgulloso de mí (creo que fue la única vez que se sintió orgulloso de mí). Yo, parado con mis medallas, tuve que someterme a la contemplación del viejo farmaceútico.
Se oían las olas del mar, pues el lugar donde mostré mis tintineantes medallitas, estaba frente al malecón.
Yo, por un instante, soñé que dentro de un reloj se refugiaba una multitud de ovejas.
Fue el día más ridículo de mi vida.
Lorenzo García Vega
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